Hubo una vez en otro tiempo un rey rico y poderoso y una reina; una reina
delgada, pálida y triste. No tenía apetito alguno, ni por los alimentos ni
por la vida. El rey la observaba y no sabía cómo devolver la redondez al
cuerpo que la reina había poseído años atrás.
Un día, mientras el rey miraba por la ventana de su palacio, vio pasar por
el jardín una mujer que respiraba vitalidad, una mujer bien plantada, de
hermosas carnes, de cuerpo generoso y mirada radiante. El rey reconoció en
esa mujer a la esposa del jardinero y quedó estupefacto. Su propia esposa
tenía todo lo que pudiera soñar, todo lo que una mujer pudiera desear y aun
así, estaba flaca como un clavo herrumbroso. El jardinero, en cambio, no
ganaba más de lo necesario para el sustento diario y tenía una mujer de
formas abundantes...
El rey salió de su palacio al encuentro del jardinero, hablándole
de este modo:
-Tu mujer está resplandeciente y la mía delgada al punto que
parece enferma. Dime cómo, de qué manera, alimentas a tu esposa.
-Yo -respondió el jardinero- alimento todos los días a mi mujer con la carne
de la lengua.
-¿Eso es todo?
-Sí señor, eso es todo.
El rey entró precipitadamente al palacio en busca de su cocinero, a quién
ordenó:
-Me vas a preparar un banquete a base de lenguas de todo tipo, sazonadas de
todas las maneras posibles. ¡Quiero una gama de sabores que sea digna de los
paladares más exigentes!
Al día siguiente, las mesas estaban cubiertas con toda suerte de platos con
lenguas de buey, de ternera, lenguas de carnero, de conejo, de alondra, de
gorrión y de garza real. Lenguas tostadas, cocidas, asadas, rellenas,
hervidas, además de salsas confeccionadas con especias del mundo entero.
El rey fue en busca de la reina y la acompañó, orgulloso de sí, hasta el
salón de banquetes. La invitó a servirse de los manjares, pero la
desdichada, a la vista de todas las lenguas, bañadas en jugos de colores
extraños, sintió náuseas y se retiró inmediatamente a su habitación.
El rey, despechado, acudió nuevamente a su jardinero y le dijo:
-¡Tú te llevarás a mi esposa, la reina, a tu casa por seis meses, y la tuya
vendrá a vivir al palacio!
Los deseos de los reyes son órdenes. Así, a la mañana siguiente, se hizo el
intercambio.
Hay que dejar correr el tiempo en la vida... en los cuentos, son suficientes
dos palabras. He aquí que los seis meses pasan volando.
La reina regresó al palacio resplandeciente, con sus formas redondeadas y
riéndole a la vida. En cuanto a la mujer del jardinero, era apenas la sombra
de lo que fue. Estaba delgada y gris, su mirada estaba apagada y tenía un
rostro que ya no sabía sonreír.
El rey, que no comprendió nada, pidió a las mujeres que le explicasen cómo
era posible tanta transformación.
-Cuando mi marido regresa en la tarde -dijo la esposa del jardinero- está
siempre de buen humor. Durante la cena, me va contando su jornada: las
flores que han abierto sus pétalos, los arbustos que retoñaron, las frutas
que maduraron, la luna llena en medio de la noche. Cuando termina de cenar,
toca música y canta, cuenta historias y me recita poesía. Las veladas con él
tienen la savia del paraíso.
-Así es -afirmó la reina-. Siempre tiene una bella historia o una palabra
dulce que ofrecer y así embellecer la vida. Da, en fin, lo mejor de sí
mismo, ¡la carne de la lengua!
Nadie sabe si el rey comprendió verdaderamente.
Algunos dicen que desde ese día, las dos mujeres escogieron vivir con el
jardinero. Otros, más optimistas, dicen que el rey aprendió a contar
hermosos relatos… y que su reina vivió muy contenta el resto de sus días.