En qué consiste el «pasar» del pasante? ¿Quizás en alcanzar los estadios superiores del ejercicio profesional? ¿Tal vez en superar los niveles más elevados del aprendizaje? La pragmática realidad nos revela que el «pasar» del pasante consiste en pasar trabajo, cuando no simplemente en pasar aquello que nunca debió pasarse. No al menos en los espacios laborales. No al menos en horario de oficina.
La sociología postmodernista nos indica que la pasantía es una mezcla de todas las categorías históricas de la servidumbre. Un pasante acumula en su ser básico rasgos genéticos de ilotas, esclavos, metecos, siervos de la gleba, parias y vasallos; así como también visos de pitiyanquis, apátridas y hasta cachorros del imperio. Desde el punto de vista empresarial, nos referimos al escalafón inferior, casi subterráneo, de una organización.
Diversos y prestigiosos círculos intelectuales discuten arduamente si el pasante posee condición humana. A diferencia del debate indigenista, cuyas discusiones ocuparon buena parte de la época colonial, en la actualidad continúa sin aparecer un émulo de Bartolomé de las Casas que se arriesgue a proponer la aventurada tesis de que el pasante sea ciertamente una criatura de Dios y, por tanto, posea alma, sentimientos y capacidad de raciocinio.
En Venezuela, Cástor Carmona, eminente cronista de lo crónico, ha pergeñado, con magnánima presciencia, la primera declaración de los derechos humanos del pasante. En este visionario articulado, compuesto por dieciocho disposiciones, destacan las siguientes reivindicaciones sociolaborales: nadie debería ser pasante por más de diez años; se admite el derecho a soñar con el pago de cestatickets; y queda autorizado enamorarse de un compañero de trabajo, pero siempre de manera platónica.
Por su condición humanoide, el pasante tiene vedado el acceso a la propiedad privada. Tan sólo es dueño de sus cadenas. Carece del derecho a trabajar en un cubículo propio, mucho menos al disfrute utópico de una oficina con aire acondicionado, vista panorámica y extensión telefónica. A duras penas, los encargados del departamento de Informática autorizan que el pasante navegue —pero sin clave propia— por el portal de la empresa y la intranet. Ni soñar con el guiño individualista y egocéntrico que siempre supone un mazo de tarjetas personales. De vaina se le facilita un viejo y desvencijado «arturito» (gavetero con archivo) para que guarde el utillaje básico para la faena: un pegamento en barra, una engrapadora, una caja de clips y una tijera. No cabe duda, pues, de que el pasante, más que un ser humano, constituye otro más de los bienes semovientes —acaso el más devaluado y depreciado—de la organización.
¿Pero cuál es el pecado original del pasante? ¿Quizás su juventud? ¿Tal vez su inocencia? ¿Acaso su inexperiencia? En verdad os digo que mucho del vía crucis viene dado por la naturaleza híbrida del pasante, una dualidad constitutiva incapaz de alcanzar la plenitud metafísica. Un pasante no es un profesional, dado que todavía acude a clases, toma apuntes y presenta exámenes; pero tampoco puede ser despachado como un mero estudiante, porque asiste con regularidad a un puesto de trabajo, y sus ocupaciones diarias se encuadran en la lógica comercial y productiva del capital. Lamentablemente, al no ser empleado u obrero especializado, el pasante no puede sindicalizarse ni tampoco liderar huelgas y protestas en procura de obtener reivindicaciones socioeconómicas.
Llegados a este punto del análisis, es conveniente precisar que los hijos de los dueños y los sobrinos de los directores generales no cuentan como pasantes. En todo caso, hablaríamos de aprendices del negocio o alevines gerenciales, porque ellos abrigan la luminosa certeza de un futuro. En cambio, los pasantes intuyen un porvenir incierto, coquetean permanentemente con el desempleo y tiemblan al oír la palabra reestructuración.
Pocas cosas resultan más prolijas que la enumeración de las tareas diarias de un pasante: preparar y repartir el café, sacar fotocopias, cambiar el botellón de agua, mandar faxes, comprar los refrigerios para las reuniones, instalar y recoger equipos de ayuda audiovisual, guardar puestos de estacionamiento, hacer depósitos bancarios y montar en power point las presentaciones gerenciales de sus jefes. Cuando revisamos tantos y tan variopintos quehaceres, no podemos evitar la comparación de nuestro sufrido pasante de oficina con el famoso personaje cinematográfico del Karate Kid, adolescente que para aprender los secretos milenarios de las artes marciales debió primero trabajar de conserje en la casa del señor Miyagi, por aquello de que la defensa personal podía inferirse del movimiento de los brazos al lavar los carros, y el mortal golpe de la cobra podía colegirse del rítmico vaivén de las manos al pintar con brocha las paredes o cualquier otro tipo de superficie.
Aunque el dato parezca insólito, sabemos de personas con más de quince años como pasantes en organizaciones majunches, a la espera, más que de una plaza vacante en el organigrama, de una modesta jubilación o pensión. Y han sido estos «pasantes profesionales», y no los denominados «líderes negativos» de los recintos penitenciarios venezolanos, quienes han dado vida, con sus luctuosos testimonios, al término PRAN, a saber el acrónimo de la expresión Pasante Reiteradamente Afuera de la Nómina. En este sentido, algunos call center funcionan como verdaderos campos de concentración (rodeos uno-dos-tres y hasta cuatro), donde centenares de pasantes y pranes purgan injusta condena. En estos modernos archipiélagos gulags sólo falta un cartel, tipo Auschwitz, que anuncie a los recién llegados: «La pasantía —y, no faltaba más, la calidad de servicio— os harán libres».
El calvario del pasante culmina —si es que culmina— con la redacción de un informe de pasantía; una obra de literatura menor que, por estilo y tradición, pertenece al género de la ficción, dado que el autor se ve forzado a poner por escrito todo aquello que no hizo durante su permanencia en la empresa, todo aquello que oyó que dizque realizaban sus jefes, todo aquello que, gracias al uso de láminas y diapositivas, pudo enterarse del modo en que se hacía.
No podemos descartar que un productor cinematográfico, interesado en la ciencia ficción de corte apocalíptica, se anime a grabar la película «El planeta de los pasantes», donde un tal George Taylor, director principal de una prestigiosa empresa transplanetaria con presencia en las más importantes galaxias del universo, integrante de una misión de la NASA de larga duración, arribe por error a un planeta desconocido donde pareciera no existir vida inteligente. La trama se acelera cuando Taylor advierte que el lugar es gerenciado por una raza de pasantes multitareas que esclavizan a una cohorte de ingenieros y licenciados con MBA y MPP que no aparecen en nómina alguna, no gozan de salario mínimo ni cestatickets y están condenados a un capitalista vivir muriendo. La cosa se pone fea cuando el líder de los pasantes se da cuenta de que Taylor es un CEO que asiste anualmente a la cumbre del Foro Económico Mundial en Davos. Entonces decide eliminarlo. Coming soon…
En fin, una vez repasada tan larga lista de sufrimientos, debemos confesar que echamos de menos la presencia en Venezuela de una organización no gubernamental que se ocupe de velar y hacer respetar los derechos humanos —que los tienen— de los pasantes y «pasantas» (palabreja insertada aquí para orgasmo múltiple de los políticamente correctos). De allí, la urgente necesidad de que los miembros más sensibles de la sociedad civil funden, sin más demora, el Observatorio Nacional de Pasantes y Aprendices Ince (ONAPAIN, por su siglas). No olvidemos lo que dijo alguna vez un famoso escritor ruso: «El grado de civilización de una empresa se mide por la manera como trata a sus pasantes».
Sobre el autor
Rafael Jiménez Moreno nace en Caracas el 6 de noviembre de 1971, por lo que puede calificarse como un mal heredado del siglo pasado. Vago de vocación y desempleado de oficio, estudia secundaria en el Liceo Andrés Bello (un liceo privado: privado de pupitre; privado de pizarrones). Fiel a su espíritu (que no a su cara) bellista, se recibe en 1994 en la Universidad Católica Andrés Bello de Licenciado en Comunicación Social. Siete años más tarde se mete a neoliberal salvaje y culmina, no sin apuros, la Maestría de Administración de Empresas en el IESA. Columnista del diario El Tiempo de Puerto La Cruz y colaborador de la revista Dominical de Últimas Noticias, Rafael Jiménez Moreno es un pichón de humorista y a menudo es confundido con su alter ego, el Vampiro, integrante del staff de comediantes de Micrófono Abierto y los Martes de Stand Up Comedy del Molino Rojo. Su blog es: www.lahoradelvampiro.blogspot.comTomado de: Código Venezuela.com
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