El Amor es el que Sana
por el Dr. Bernie Siegel
Como cirujano, he trabajado durante muchos años con pacientes que sufrían enfermedades degenerativas que ponían en peligro la vida. En el curso de mi práctica he descubierto que si conseguía que esas personas se amaran a sí mismas, empezaban a ocurrir cosas increíbles, no sólo desde un punto de vista psicológico, sino también físico. Una consecuencia derivada de su mejor actitud psicológica era la correspondiente mejoría física.
Así que empecé a considerar el hecho de que el enfoque que más importaba en la terapia consistía en enseñar a las personas a sentir y a expresar amor, empezando por ellas mismas. Y he descubierto que eso iba en proporción directa a mi habilidad para amarlas y mostrarles que eran dignas de ser amadas.
¿Por qué es tan importante el amor en la sanación? Simplemente porque es lo más significativo en la vida humana. El amor auténtico debe darse libremente, con absoluta libertad de elección. El amor no puede darse como una responsabilidad por cumplir. Resulta inoperante el que se nos «fuerce» a dar amor a otro (cosa, por lo demás, imposible). Esa libertad para amar es lo que hace que valga la pena gozar del libre albedrío, aun corriendo el riesgo de usarlo mal - como en una explosión nuclear u otras catástrofes - porque cuando elegimos amar, el amor se hace enormemente significativo, ya que procede de nuestra esencia más profunda, fuente de toda libertad. Desde allí podemos amar, logrando que los otros lo puedan sentir tan profundamente que repercuta en el estado físico. Hay una fisiología del amor: no es sólo una experiencia emocional, sino una experiencia que afecta a todo el cuerpo.
Por esta razón creo que el amor es como un hilo de oro que conecta las múltiples formas de sanación que existen. Pero esto es un concepto abstracto, y me gustaría que viéramos en forma práctica cómo interviene el poder sanador del amor en la terapia.
Por ejemplo, entre las personas que llegan a mi consulta con un cáncer, resulta claro que algunas están de alguna manera autodestruyéndose : abusan del tabaco, el alcohol, las comidas grasas, las drogas, labrando diligentemente su propia muerte. En tales casos, no digo: «No fumes», «Suprime el alcohol», «Por favor, adelgaza, haz ejercicio» o «No dejes de tomar esas medicinas». Mejor les digo: «Me preocupo por ti. Te quiero. Aquí tienes algunas indicaciones para que aprendas a quererte a ti mismo. Te veré en dos semanas».
Si regresan sin haber hecho nada, vuelvo a decirles: «Te quiero», les doy un abrazo y les repito: «Me importa de ti, ven a verme en dos semanas. Estaré preocupado por tu salud ». A través de ese amor, empiezan a decirme: «Te doy las gracias por preocuparte, por el interés que tienes por mí. Estoy empezando a quererme, estoy empezando a cuidarme.» Ese es el inicio a preguntar que más pueden hacer por ayudarse a sí mismos.
Es entonces cuando les hablo de las terapias de grupo y les comunico que pueden asistir, si no les importa hablar de sus vida y de lo que sienten. Después, quizás les sugiera que estudien algo de dibujo, pintura o artesanía.
Les doy, además, algunos ejercicios de auto-imagen, por ejemplo, sentarse frente a un espejo unos veinte minutos por dos veces al día, contemplarse con afecto y decirse: «Tienes unos ojos bonitos, tu sonrisa es agradable, me caes bien. Te quiero.» Podría también aconsejarles la meditación, la oración, la música.
En algún momento, el paciente de pronto empieza a darse cuenta de que es extraordinario intentar el esfuerzo por sentirse mejor. A esto lo llamo germinar, crecer y desplegarse como una flor. Ellos descubren que son como una semilla, con un enorme potencial dentro, que hasta entonces no había sido destapado y que, simplemente, estaba esperando brotar. Entonces sus anhelos se transforman en una certeza: "i Mira hasta dónde puede conducirme mi crecimiento !".
La sanación a través del amor se puede emplear también como la forma de ayudar a las personas a reconsiderar sus propias vidas. Parece que cada uno de nosotros hubiéramos nacido no sólo con una cierta morfología física, sino también con un anteproyecto psíquico, intelectual y espiritual. Cuando nos desviamos de ese modelo interno, a menudo hace falta una enfermedad psíquica o física para traernos de nuevo a nuestra verdadera ruta. Como si alguien nos dijera: «¡ Cuidado ! No estás siendo lo mejor que podrías ser. Vuelve a tu camino.» Esto es lo que tendría que hacer la psicoterapia: colocar de nuevo al paciente en contacto con su modelo interior, de modo que él empiece a seguir el camino correcto otra vez.
Hay veces en que nos resulta difícil encontrar el camino de regreso y es entonces cuando necesitamos ayuda. Necesitamos a alguien que sea lo suficientemente amable, pero también dispuesto a darnos un empujón para que nos movamos. En terapia, eso lo llamamos confrontación. Confrontamos al paciente consigo mismo, aunque a veces parezca ser un poco doloroso. Si escucháramos a nuestro ser interior, nos diría: «Pon atención. Haré que te duela un poco ahora, para que despiertes.» Por esa razón, a veces llamo al dolor «la orden de reajuste que envía Dios». En ocasiones, es lo único que hace que la gente cambie.
Por supuesto, son muchos los factores externos que pueden contribuir a que nos salgamos del camino adecuado - condicionamientos producidos por la familia, presión del ambiente escolar y social - pero volver al camino implica siempre encontrar la mejor forma de compartir amor con el mundo. Todos tenemos nuestra propia manera de expresar amor; si la descubrimos, viviremos más tiempo, gozaremos de mejor salud, disfrutaremos más de la vida y recibiremos también más amor de los otros. A causa de eso, los terapeutas deben ayudar a sus pacientes a redescubrir sus propios e individuales caminos de amor.
Para lograr éxito en esta tarea es necesario que el terapeuta encuentre maneras prácticas de fluir en su natural manera de amar y hacerlo de forma continua, ya que, sin un contacto en el que se pueda confiar, la eficacia dela ayuda se vería bloqueada. Quizás lo más importante es que el terapeuta asuma en su vida su propio mensaje. Y esto no quiere decir que tenga que ser alguien perfecto. No somos perfectos, pero podemos perdonarnos nuestras imperfecciones, lo que significa que al vivir mi propio mensaje, debo perdonarme por no ser perfecto, como también perdono a mis pacientes por no serlo. Significa también que compartiré diariamente la meditación, música, oración, afirmaciones positivas, ejercicios, dietas, y todas las actividades que ofrecen nuestros grupos de terapia.
Creo, además, que vivir mi mensaje significa también que puedo trabajar sobre mis propias heridas y mostrarme vulnerable ante las personas a las que estoy atendiendo. De esta forma, puedo pedirle a uno de mis pacientes que me dé un abrazo si estoy pasando un mal día. No necesito ser un superhombre. Puedo admitir mi mortalidad y mi condición humana.
En este sentido no soy un terapeuta tradicional. No me complica tener contacto físico con mis pacientes, porque ellos entienden que se trata de un amor que no tiene nada que ver con atracción sexual ni cosa parecida. Hay veces en que el contacto físico resulta apropiado. Como cuando tenemos que dar a alguien el pésame por la pérdida de un ser querido y no se nos ocurre nada que decir, sólo abrazarlo apretadamente. Con ello le trasmitimos que estamos compartiendo su dolor, como no podrían hacerlo ni las palabras más elocuentes.
Vivir nuestro propio mensaje trae también consigo un aspecto de apertura y de humildad. Como terapeuta, no estás sentado en un lugar lejano, mirando a las masas ignorantes y necesitadas. Simplemente, harás lo que sea necesario, confiando en que el amor sabrá qué es lo que hace falta. Esto incluye no darse a conocer como experto infalible, poseedor de todas las respuestas, sino concebir el proceso de curación como un diálogo, un intercambio, una experiencia de aprendizaje tanto para el paciente como para el terapeuta. Hay que comprender que dar amor también implica recibirlo; no debo protegerme con barreras que dificulten a los pacientes su apertura al amor.
De esta forma, la terapia se convierte en un proceso en el que el paciente y el terapeuta se van cambiando el uno al otro. Resulta de vital importancia darte cuenta que no debes aconsejar solamente, sin vivir tú mismo tus propias congojas. El amor sólo será auténtico cuando provenga de una experiencia vivida, y si no, no será convincente.
Otro factor que facilita considerablemente el amor en el proceso terapéutico es el hecho de que en este tipo de trabajo estamos rodeados diariamente de individuos valiosos, que nos inspiran: personas que reafirman sus ansias de vivir en medio de enfermedades progresivas. Como el valeroso enfermo de SIDA quien, en lugar de darse por vencido, se dedica a levantar el ánimo a sus compañeros de hospital. 0 el enfermo de cáncer que elige seguir amando al mundo, y que considera su enfermedad como un incentivo a su crecimiento espiritual. Tales personas son reconfortantes. Hacen que sigas adelante y te ayudan a no flaquear.
Por último, el amor en la relación terapéutica se ve facilitado por la comprensión de que somos mortales, de que todos nos vamos a morir algún día, hagamos lo que hagamos por tratar de evitarlo. Si asimilo esa idea, aprovecho al máximo mi vida en el presente, haciendo hoy lo que más me gustaría hacer el resto de mi vida. Mi actitud es que, si me muriera esta noche o mañana, mi vida habría sido completa: me siento realizado porque he amado con plenitud. Esto es lo que comparto en los grupos con los pacientes: la forma de usar nuestra mortalidad de una manera positiva, sacándole el mayor partido a la vida.
Los terapeutas también necesitan desarrollar la idea de que la muerte no es un fracaso. En la educación médica tradicional, evidentemente el éxito se mide según la capacidad de eliminar la enfermedad, de «curar». Por lo tanto, la muerte de un paciente se ve como un fracaso. Pero sostener esa idea implica distanciarnos de nuestros pacientes, perdiendo nuestra oportunidad de seguirlos ayudando en su transición hacia la muerte.
Curar no siempre es posible. El SIDA y el cáncer nos lo recuerdan. Hace cincuenta años, la tuberculosis arrasó con muchas vidas. En los próximos cincuenta años aparecerá, sin duda, alguna otra enfermedad que se resistirá a cualquier tratamiento. El hombre seguirá siendo mortal, y seguirá habiendo enfermedades incurables; pero también habrá mayores posibilidades de curar las ya existentes.
Yo suelo decir a todos, sanos o no, que deben vivir como si se fueran a morir en cualquier momento. De esta manera es fácil ayudar a otros, porque nunca existe un momento en que esto no sea posible. ¿Dices que te vas a morir mañana? Pues, vive como si te fueras a morir esta noche. Disfruta estas horas de vida como si fueran las últimas. Puede ser que mañana te sientas demasiado bien como para pensar en morirte. Podrías morirte de verdad si estás cansado y tienes ganas de irte. Tenemos mucho más control sobre la hora de nuestra muerte del que la mayoría de las personas imaginan. Está bien morirse si es eso lo que una persona anhela, aunque no lo sepa. Puesto que todos moriremos algún día, morir no es un fracaso. Es simplemente misión cumplida. Con esta actitud la muerte puede ser sanadora.
Por supuesto, siempre hay dolor cuando perdemos a un ser querido. Pero uno debe aprender a asimilar ese dolor, y usarlo para amar a otros. Piensa en los que han vivido noventa o más años. Seguramente han perdido ya a su pareja, a sus hijos y a sus amigos queridos. Pero incluso después de sufrir esas pérdidas que fueron terribles, estas personas encontraron fuerzas para seguir viviendo porque aprendieron a dar a otros ese amor que pareció quedar sin destino. No sobrevivimos a toda la gente que amamos y que se nos fue, si no elegimos seguir amando a personas nuevas. Eso es lo que hacen los que sobreviven; siguen amando continuamente. Por lo tanto, la sanación, como el amor, se convierte en un proceso que no tiene fin.
¿Por qué es tan importante el amor en la sanación? Simplemente porque es lo más significativo en la vida humana. El amor auténtico debe darse libremente, con absoluta libertad de elección. El amor no puede darse como una responsabilidad por cumplir. Resulta inoperante el que se nos «fuerce» a dar amor a otro (cosa, por lo demás, imposible). Esa libertad para amar es lo que hace que valga la pena gozar del libre albedrío, aun corriendo el riesgo de usarlo mal - como en una explosión nuclear u otras catástrofes - porque cuando elegimos amar, el amor se hace enormemente significativo, ya que procede de nuestra esencia más profunda, fuente de toda libertad. Desde allí podemos amar, logrando que los otros lo puedan sentir tan profundamente que repercuta en el estado físico. Hay una fisiología del amor: no es sólo una experiencia emocional, sino una experiencia que afecta a todo el cuerpo.
Por esta razón creo que el amor es como un hilo de oro que conecta las múltiples formas de sanación que existen. Pero esto es un concepto abstracto, y me gustaría que viéramos en forma práctica cómo interviene el poder sanador del amor en la terapia.
Por ejemplo, entre las personas que llegan a mi consulta con un cáncer, resulta claro que algunas están de alguna manera autodestruyéndose : abusan del tabaco, el alcohol, las comidas grasas, las drogas, labrando diligentemente su propia muerte. En tales casos, no digo: «No fumes», «Suprime el alcohol», «Por favor, adelgaza, haz ejercicio» o «No dejes de tomar esas medicinas». Mejor les digo: «Me preocupo por ti. Te quiero. Aquí tienes algunas indicaciones para que aprendas a quererte a ti mismo. Te veré en dos semanas».
Si regresan sin haber hecho nada, vuelvo a decirles: «Te quiero», les doy un abrazo y les repito: «Me importa de ti, ven a verme en dos semanas. Estaré preocupado por tu salud ». A través de ese amor, empiezan a decirme: «Te doy las gracias por preocuparte, por el interés que tienes por mí. Estoy empezando a quererme, estoy empezando a cuidarme.» Ese es el inicio a preguntar que más pueden hacer por ayudarse a sí mismos.
Es entonces cuando les hablo de las terapias de grupo y les comunico que pueden asistir, si no les importa hablar de sus vida y de lo que sienten. Después, quizás les sugiera que estudien algo de dibujo, pintura o artesanía.
Les doy, además, algunos ejercicios de auto-imagen, por ejemplo, sentarse frente a un espejo unos veinte minutos por dos veces al día, contemplarse con afecto y decirse: «Tienes unos ojos bonitos, tu sonrisa es agradable, me caes bien. Te quiero.» Podría también aconsejarles la meditación, la oración, la música.
En algún momento, el paciente de pronto empieza a darse cuenta de que es extraordinario intentar el esfuerzo por sentirse mejor. A esto lo llamo germinar, crecer y desplegarse como una flor. Ellos descubren que son como una semilla, con un enorme potencial dentro, que hasta entonces no había sido destapado y que, simplemente, estaba esperando brotar. Entonces sus anhelos se transforman en una certeza: "i Mira hasta dónde puede conducirme mi crecimiento !".
La sanación a través del amor se puede emplear también como la forma de ayudar a las personas a reconsiderar sus propias vidas. Parece que cada uno de nosotros hubiéramos nacido no sólo con una cierta morfología física, sino también con un anteproyecto psíquico, intelectual y espiritual. Cuando nos desviamos de ese modelo interno, a menudo hace falta una enfermedad psíquica o física para traernos de nuevo a nuestra verdadera ruta. Como si alguien nos dijera: «¡ Cuidado ! No estás siendo lo mejor que podrías ser. Vuelve a tu camino.» Esto es lo que tendría que hacer la psicoterapia: colocar de nuevo al paciente en contacto con su modelo interior, de modo que él empiece a seguir el camino correcto otra vez.
Hay veces en que nos resulta difícil encontrar el camino de regreso y es entonces cuando necesitamos ayuda. Necesitamos a alguien que sea lo suficientemente amable, pero también dispuesto a darnos un empujón para que nos movamos. En terapia, eso lo llamamos confrontación. Confrontamos al paciente consigo mismo, aunque a veces parezca ser un poco doloroso. Si escucháramos a nuestro ser interior, nos diría: «Pon atención. Haré que te duela un poco ahora, para que despiertes.» Por esa razón, a veces llamo al dolor «la orden de reajuste que envía Dios». En ocasiones, es lo único que hace que la gente cambie.
Por supuesto, son muchos los factores externos que pueden contribuir a que nos salgamos del camino adecuado - condicionamientos producidos por la familia, presión del ambiente escolar y social - pero volver al camino implica siempre encontrar la mejor forma de compartir amor con el mundo. Todos tenemos nuestra propia manera de expresar amor; si la descubrimos, viviremos más tiempo, gozaremos de mejor salud, disfrutaremos más de la vida y recibiremos también más amor de los otros. A causa de eso, los terapeutas deben ayudar a sus pacientes a redescubrir sus propios e individuales caminos de amor.
Para lograr éxito en esta tarea es necesario que el terapeuta encuentre maneras prácticas de fluir en su natural manera de amar y hacerlo de forma continua, ya que, sin un contacto en el que se pueda confiar, la eficacia dela ayuda se vería bloqueada. Quizás lo más importante es que el terapeuta asuma en su vida su propio mensaje. Y esto no quiere decir que tenga que ser alguien perfecto. No somos perfectos, pero podemos perdonarnos nuestras imperfecciones, lo que significa que al vivir mi propio mensaje, debo perdonarme por no ser perfecto, como también perdono a mis pacientes por no serlo. Significa también que compartiré diariamente la meditación, música, oración, afirmaciones positivas, ejercicios, dietas, y todas las actividades que ofrecen nuestros grupos de terapia.
Creo, además, que vivir mi mensaje significa también que puedo trabajar sobre mis propias heridas y mostrarme vulnerable ante las personas a las que estoy atendiendo. De esta forma, puedo pedirle a uno de mis pacientes que me dé un abrazo si estoy pasando un mal día. No necesito ser un superhombre. Puedo admitir mi mortalidad y mi condición humana.
En este sentido no soy un terapeuta tradicional. No me complica tener contacto físico con mis pacientes, porque ellos entienden que se trata de un amor que no tiene nada que ver con atracción sexual ni cosa parecida. Hay veces en que el contacto físico resulta apropiado. Como cuando tenemos que dar a alguien el pésame por la pérdida de un ser querido y no se nos ocurre nada que decir, sólo abrazarlo apretadamente. Con ello le trasmitimos que estamos compartiendo su dolor, como no podrían hacerlo ni las palabras más elocuentes.
Vivir nuestro propio mensaje trae también consigo un aspecto de apertura y de humildad. Como terapeuta, no estás sentado en un lugar lejano, mirando a las masas ignorantes y necesitadas. Simplemente, harás lo que sea necesario, confiando en que el amor sabrá qué es lo que hace falta. Esto incluye no darse a conocer como experto infalible, poseedor de todas las respuestas, sino concebir el proceso de curación como un diálogo, un intercambio, una experiencia de aprendizaje tanto para el paciente como para el terapeuta. Hay que comprender que dar amor también implica recibirlo; no debo protegerme con barreras que dificulten a los pacientes su apertura al amor.
De esta forma, la terapia se convierte en un proceso en el que el paciente y el terapeuta se van cambiando el uno al otro. Resulta de vital importancia darte cuenta que no debes aconsejar solamente, sin vivir tú mismo tus propias congojas. El amor sólo será auténtico cuando provenga de una experiencia vivida, y si no, no será convincente.
Otro factor que facilita considerablemente el amor en el proceso terapéutico es el hecho de que en este tipo de trabajo estamos rodeados diariamente de individuos valiosos, que nos inspiran: personas que reafirman sus ansias de vivir en medio de enfermedades progresivas. Como el valeroso enfermo de SIDA quien, en lugar de darse por vencido, se dedica a levantar el ánimo a sus compañeros de hospital. 0 el enfermo de cáncer que elige seguir amando al mundo, y que considera su enfermedad como un incentivo a su crecimiento espiritual. Tales personas son reconfortantes. Hacen que sigas adelante y te ayudan a no flaquear.
Por último, el amor en la relación terapéutica se ve facilitado por la comprensión de que somos mortales, de que todos nos vamos a morir algún día, hagamos lo que hagamos por tratar de evitarlo. Si asimilo esa idea, aprovecho al máximo mi vida en el presente, haciendo hoy lo que más me gustaría hacer el resto de mi vida. Mi actitud es que, si me muriera esta noche o mañana, mi vida habría sido completa: me siento realizado porque he amado con plenitud. Esto es lo que comparto en los grupos con los pacientes: la forma de usar nuestra mortalidad de una manera positiva, sacándole el mayor partido a la vida.
Los terapeutas también necesitan desarrollar la idea de que la muerte no es un fracaso. En la educación médica tradicional, evidentemente el éxito se mide según la capacidad de eliminar la enfermedad, de «curar». Por lo tanto, la muerte de un paciente se ve como un fracaso. Pero sostener esa idea implica distanciarnos de nuestros pacientes, perdiendo nuestra oportunidad de seguirlos ayudando en su transición hacia la muerte.
Curar no siempre es posible. El SIDA y el cáncer nos lo recuerdan. Hace cincuenta años, la tuberculosis arrasó con muchas vidas. En los próximos cincuenta años aparecerá, sin duda, alguna otra enfermedad que se resistirá a cualquier tratamiento. El hombre seguirá siendo mortal, y seguirá habiendo enfermedades incurables; pero también habrá mayores posibilidades de curar las ya existentes.
Yo suelo decir a todos, sanos o no, que deben vivir como si se fueran a morir en cualquier momento. De esta manera es fácil ayudar a otros, porque nunca existe un momento en que esto no sea posible. ¿Dices que te vas a morir mañana? Pues, vive como si te fueras a morir esta noche. Disfruta estas horas de vida como si fueran las últimas. Puede ser que mañana te sientas demasiado bien como para pensar en morirte. Podrías morirte de verdad si estás cansado y tienes ganas de irte. Tenemos mucho más control sobre la hora de nuestra muerte del que la mayoría de las personas imaginan. Está bien morirse si es eso lo que una persona anhela, aunque no lo sepa. Puesto que todos moriremos algún día, morir no es un fracaso. Es simplemente misión cumplida. Con esta actitud la muerte puede ser sanadora.
Por supuesto, siempre hay dolor cuando perdemos a un ser querido. Pero uno debe aprender a asimilar ese dolor, y usarlo para amar a otros. Piensa en los que han vivido noventa o más años. Seguramente han perdido ya a su pareja, a sus hijos y a sus amigos queridos. Pero incluso después de sufrir esas pérdidas que fueron terribles, estas personas encontraron fuerzas para seguir viviendo porque aprendieron a dar a otros ese amor que pareció quedar sin destino. No sobrevivimos a toda la gente que amamos y que se nos fue, si no elegimos seguir amando a personas nuevas. Eso es lo que hacen los que sobreviven; siguen amando continuamente. Por lo tanto, la sanación, como el amor, se convierte en un proceso que no tiene fin.
Bernie Siegel
Traducido y extractado de
Bernie Siegel.- Love & Healing.
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